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Arte y Cultura

Pelusa

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Pelusa llegó a mi vida de casualidad. Tenía apenas un mes de nacida cuando un día, de pronto, obligué a mi madre a ingresar a una tienda de mascotas mientras caminábamos rumbo a casa. No recuerdo el nombre de la tienda, pero era muy conocida en aquella época en el Centro Histórico de Trujillo. La tienda ofrecía todo tipo de productos para mascotas y era de las más visitadas en la ciudad. Con mamá, me sentía muy seguro de que ese día se cumpliría mi sueño: tener mi primer perro. Y así fue. Esa mañana, mamá separó con cincuenta soles a un Chow Chow hembra de la que me había enamorado perdidamente. Me impactó su pelaje, su peso y su mirada. Era imposible que no me gustara, pues entre todos los cachorros, ella era la que tenía más energía. Nadie se despegaba de su jaula, pues su lengua morada nos dejaba anonadados. Pero ella ya tenía dueño y ese era yo. Probablemente, ella no lo sabía, pero yo sí y estaba muy contento por ello. Ese día, llegué a casa absolutamente feliz, aunque no del todo satisfecho porque mi plan aún estaba a la mitad. Había conseguido que mamá separara a la cachorra con una inicial, pero no la habíamos llevado a casa del todo todavía.

Ese mismo día, por la tarde, hice una de las actividades más atípicas en mi vida: llamar a papá. Le dije que tenía ganas de verlo, que quería salir. Él asintió rápidamente. Lo que tal vez nunca imaginó fue que lo llevaría a la tienda de mascotas donde la cachorra Chow Chow nos estaba esperando. Ni bien llegamos al comercio, no me despegué de la jaula donde estaba la cachorra. Había que pagar el diferencial. Ya se había pagado cincuenta soles, solo faltaban ciento cincuenta. Papá hizo el pago y por fin, la tranquilidad volvió a mi cuerpo. Oficialmente, tenía a mi primera mascota. Papá pidió el taxi y nos fuimos directo a casa. Llegamos, le agradecí nuevamente y me despedí. La pocas veces que me había visto con papá siempre me dejaba en la puerta y ese día no fue la excepción. Se fue y yo ingresé con mi nueva adquisición en brazos plenamente feliz. A los minutos, decidí darle un nombre. Se llamaría Pelusa. Le puse así porque su cuerpo estaba conformado por pelusas, básicamente. Pelusa era la nueva integrante de la familia.

Su vida no fue fácil. Si bien tuvo las mejores atenciones durante sus primeros años, luego las cosas cambiaron. Continuó comiendo comida casera y croquetas de calidad, pero yo ya no estaba con ella. Mudarme a Lima nos separó radicalmente. Nuestro vínculo se perdió. No sé si me extrañaba, pero yo sí, aunque no me gustaba mostrarlo. Aquí mis días se volvieron solitarios y nunca más regresé a tener una mascota hasta hace cuatro años. La vida volvió a cruzarme con un perro el 2021. Charlie, de raza Jack Russell, aterrizó en octubre de 2021 en mi vida y se convirtió en mi mejor amigo de forma completa hace un par de años. Pelusa falleció dos años después de que me mudé a Lima. Me enteré que mi tía «la hizo descansar» por su estado de salud. Nunca quiso ahondar en el tema. Me pareció correcto, yo aún estaba en la secundaria y no era lo suficientemente solvente como para haber pedido que se respetara alguna decisión que habría podido tomar desde Lima.

Con Pelusa compartí los últimos años de mi infancia. Ella estuvo en ese intervalo: entre mi niñez y el inicio de mi adolescencia. ¿Cómo olvidarla? Nuestras salidas al parque, sus baños en el techo de la casa, nuestros juegos permanentes durante el día, siempre van a perdurar en mis más íntimos recuerdos. Y claramente, hoy que soy un adulto, soy plenamente consciente de lo que implica la tenencia de una mascota. Con Charlie no hay vacuna que me olvide o fecha en la que debamos ir a su control veterinario y no esté puntual. Las cosas han cambiado y me alegra. Charlie, quizás, a veces pienso, podría ser Pelusa reencarnada. Jamás lo sabré, pero hoy día sigo dando todo por él. Hasta pronto, Pelusa. Bienvenido, Charlie.

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Arte y Cultura

Tresor

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Era octubre de 2022, estaba en Berlín y quería ir a un club de techno a bailar un rato. A pesar de no disfrutar ese subgénero de la música electrónica, quería tener la experiencia de estar en un club undeground. Y no era para la foto del recuerdo, pues, de hecho, luego de las dos veces que fui nunca compartí ningún contenido en redes sobre esa experiencia. La única razón por la que quería ir era por curiosidad. Y claro, no quería ir solo.

Unos días antes había conocido en el Museo de Pérgamo a Max, un joven estadounidense radicado en Nueva York, que esos días se encontraba realizando turismo en Berlín. Él era actor y se encontraba de vacaciones. Habíamos intercambiado números y ni bien volvimos a conversar, me propuso ir a un club. Como en la capital alemana, el mayor número de clubs son de techno, no hizo falta preguntar qué tipo de establecimiento era. Estaba emocionado.

Llegó el sábado y era el día en el que Max y yo nos veríamos para salir a bailar. Me preguntó si ya estaba listo y le respondí que sí. Me pidió que le enviara una foto de la ropa que usaría. Me pareció algo extraño su pedido, pero lo hice. Luego de un par de minutos me dijo que cambie mi ropa y use algo más oscuro. Lo llamé porque no entendía y me dijo que si no usaba ropa negra, sería difícil que me permitieran el ingreso. Tenía un polo negro y zapatillas marrones. No tenía pantalón de ese color, pero sí un short. Me cambié y salí rápido con dirección al club.

El lugar estaba a un par de cuadras del departamento donde me estaba hospedando. Ya tenía el visto bueno de Max, así que no lo volví a llamar hasta que llegué a la puerta. Había una fila de alrededor de veinte personas. Miré con detenimiento los rostros de cada una de ellas y ninguno coincidía con el de Max. Mi celular empezó a vibrar. Revisé el Whatsapp y era Max. Él ya estaba adentro. Me envió la lista de los DJs que tocaban aquella noche y me dijo que me lo memorizara. Me advirtió que podía preguntarme el señor de seguridad alguna información sobre el evento de ese día y era mejor que estuviera informado.

Yo no hablaba nada de alemán. Admito que mi inglés es bueno, pero definitivamente, no es perfecto. En la fila estaba solo mirando la pantalla de mi teléfono mientras veía que la seguridad hacía pasar a la mayoría. Vi que a un par de chicos no los hicieron pasar, me asustó terminar así, pero continué en silencio. Llegó mi turno, el señor de seguridad me habló fuerte para preguntarme si era mi primera vez en Tresor. Asentí. No me había preguntado nada más, pero fiel a mi forma de ser, le dije a quiénes venía a ver ese día. Ni siquiera me prestó atención, solo me hizo pasar.

«Son diez euros, solo cash», me dijo una de las señoritas en el ingreso. Esa era otra de las cosas que me había advertido también Max. Me había explicado con claridad que solo aceptaban efectivo. Max, pese a que era su primera vez en Alemania y Europa en general, estaba lo suficientemente informado sobre las dinámicas del país germánico. Pagué, le pusieron un sticker a mi teléfono en la parte de la cámara y me dejaron entrar. Había un aviso que especificaba que estaban prohibidas las fotos y videos en el interior.

Lo primero que me encontré en el club, casi en la entrada, fue una mesa en la que vendían desodorantes. Después estaba el guardarropa y, finalmente, la barra. Yo seguía con mi teléfono pendiente de cualquier mensaje de Max. Ya le había comunicado que estaba dentro, pero no respondía. Estaba en el medio del pasillo, antes de entrar a uno de los ambientes donde la música explotaba, cuando una chica semidesnuda se cruza delante de mí. La noche en Tresor recién empezaba.

Estuve cerca de tres horas rodeado de techno en una sala oscura. Había cuerpos de todo tipo a mi alrededor. La mayoría de ellos sin polo, debido al calor excesivo que había. Por mi parte, miraba con atención al público. En realidad, trataba de verlo, pues la atmósfera me impedía hacerlo debido a que la luz era prácticamente nula. A los DJs nunca los vi, estaban en la parte de adelante y yo estaba casi en la puerta de la salida.

A Max lo encontré casi cuando la fiesta iba a culminar. Había estado con otras personas divirtiéndose y eso no significaba necesariamente que había estado bailando. Max estaba feliz, yo estaba satisfecho. Salimos juntos. A la salida, un grupo de chicos quiso tomarse una foto a escasos metros del club, la seguridad no lo permitió. Max y yo nos despedimos y quedamos en seguir recorriendo la ciudad al día siguiente. La noche en Tresor había culminado.

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Arte y Cultura

Memorias de mamá

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Ha transcurrido más de una década desde que mamá se fue y si bien al principio no hacía falta, hoy sí lo hace. Aunque lo que algunas personas dicen también es verdad: «Uno se acostumbra, uno aprende a convivir con el dolor». En mi caso, debo confesar que es cierto, me llegué a acostumbrar a que ya no esté, a que no forme parte de mi día a día. No me fue tan difícil. Y eso no significa que no la extrañe, sino, eso significa que aprendí a asimilar una ausencia que será irreemplazable en mi vida.

Los últimos años no fueron fáciles. No había semana en que ambos no fuéramos al colegio. Usábamos el término colegio para referirnos al hospital. Íbamos todas las semanas y en algunas ocasiones, todos los días. Había que levantarse temprano para llegar y poder alcanzar un cupo para una cita médica. Siempre nos iba bien. Una de sus hermanas, mi tía, era la primera en despertarse y salir de la casa para poder hacer la fila en el hospital. Luego despertaba mamá y finalmente, yo.

En aquella época, mi tía nos estaba hospedando en su casa en Villa El Salvador. Nuestras rutas eran las mismas todos los días. Salir de casa, caminar media cuadra, tomar una mototaxi, luego caminar una cuadra más y después, subir al tren. Cuando no tomábamos mototaxi, debíamos ir en combi. En ese caso, debíamos caminar desde casa tres largas cuadras. Siempre lo logramos. La hora de despertarse era a las cuatro y treinta de la mañana. Cuando yo terminaba de alistarme, mamá ya tenía el desayuno listo. Lo llevábamos en una botella y en un táper para que podamos tomarlo en el transporte público. Y si sabíamos que sería un día largo, llevábamos también el almuerzo.

En el hospital, la atmósfera era distinta. Veíamos pacientes desde que estábamos en la calle. Había todo tipo de personas: los sin hogar, los que se quedaban en albergues cercanos y quienes, como nosotros, venían también de la periferia de Lima. Había una hora de ingreso que era a las seis de la mañana, por ello, si llegábamos antes, debíamos esperar tras las rejas de la puerta principal de forma ordenada. A veces, si no habíamos logrado tomar desayuno en el vagón del tren por alguna razón, ese era el momento preciso para hacerlo.

Cada vez que necesitábamos una medicina y el seguro de salud estatal no lo cubría, recurríamos al grupo de voluntarias del hospital. Ese grupo estaba conformado por señoras adultas de clase media alta que tenían un stand dentro del hospital y brindaban medicinas a los pacientes de forma gratuita previa receta. ALINEN es su nombre y cuando íbamos con mamá al hospital, la organización sin fines de lucro estaba conformada por alrededor de setecientas voluntarias. Ellas, además, se encargaban de administrar el quiosco del hospital. Las ganancias del negocio servían para los pacientes, para cubrir sus medicinas, entre otros materiales de limpieza, etc. El compromiso con el que trabajaban las damas voluntarias en jornadas completas de ocho horas era realmente admirable.

Mamá prefería tomar sus quimioterapias en la noche. Ella decía que le resultaba mejor quedarse a dormir porque así durante el día podía desarrollar sus actividades y trabajar. Siempre le gustaba estar en movimiento, no era una persona sedentaria. Mamá tenía mucha energía y lo dejaba notar cada vez que salíamos los fines de semana a diferentes espacios públicos de Lima. Recuerdo que una vez de casualidad nos cruzamos con el alcalde miraflorino Jorge Muñoz y, en otra oportunidad, con Ollanta Humala y Nadine Heredia. Este último episodio fue bastante divertido. Estábamos caminando por la avenida Arequipa cuando, de pronto, mamá necesitaba ir a los servicios higiénicos. Hicimos lo de siempre: preguntar dónde quedaba un grifo o, tal vez, un restaurante. Era domingo y no encontrábamos nada cerca. Lo único era el Partido Nacionalista. Nos dejaron pasar y cuando ya nos íbamos a retirar, nos cruzamos con los personajes que en pocos meses iban a tomar el poder.

Ese día regresamos muy contentos a casa. No fue porque éramos simpatizantes de Humala o algo similar, sino porque juntos habíamos compartido un momento memorable y, claro, Humala era un personaje público y lo habíamos conocido en persona. Estaba en aquel entonces en segundo o tercer grado de secundaria y ya tenía nociones claras sobre la política nacional. Mamá se alegraba por ello y le gustaba que escribiera y comentara sobre coyuntura. Sin duda, son los mejores recuerdos de mamá que ya no volverán. A veces la sueño, pero es insuficiente. Otras veces pienso sobre qué sería de nosotros si continuara en el mundo terrenal. Al final, mis ideas se evaporan porque sé que jamás se cumplirán.

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