Arte y Cultura
Puntos suspensivos
Tenía trece años cumplidos y una mente absolutamente lúcida que me permitía darme cuenta que esta mudanza no sería temporal, sino para siempre. Todos los días solía decirle a mamá que quería estudiar la universidad en Lima para que planificara mi mudanza en los próximos años, pero jamás imaginé que ello se adelantaría cinco años antes. Mis tíos afirmaban que lo hacían por mi bien, aunque si me quedé a vivir con ellos en la capital fue, prácticamente, por un chantaje.
Había terminado el primer año de secundaria y si bien hasta el sexto de primaria la única niña por la que sentía atracción era Luisa, el año siguiente las cosas cambiaron bastante. Continué estudiando inglés, japonés y portugués. Iba a practicar tenis los fines de semana y nadaba entre semana. El colegio lo llevaba con mucha calma, pues me había cambiado de institución educativa a una donde los docentes no eran tan exigentes como antes. En la segunda mitad del año, mientras culminaba mi primero de secundaria, decidí empezar a estudiar italiano en el centro de idiomas de la Universidad Nacional de Trujillo. El curso duraba dos horas los martes y jueves en la noche; empezaba a las siete y terminaba a las nueve. A cada clase llegaba temprano y esperaba en el primer nivel hasta el inicio del taller. A veces llevaba un libro para leer u otras veces solamente repasaba mi libro de italiano.
Fueron diversas las oportunidades en las que llegaba antes de clase y no era el único, de hecho, recuerdo que había una señora y dos jóvenes más que también tenían esa puntualidad. Uno de los jóvenes, que ya era universitario, un día decidió hablarme. A partir de ese momento, nos volvimos muy cercanos dentro del instituto. No sé si llegamos a ser amigos, pues nunca le confié nada muy personal, pero cada vez que nos veíamos antes de nuestras clases, conversábamos. Él no estudiaba italiano, sino inglés, así que el único momento para conversar era antes del taller. Al salir, bajaba las escaleras tan rápido como podía para tomar el bus a casa, pues en Trujillo el transporte público antes transitaba hasta las nueve de la noche como máximo.
Luego de un par de meses de estudiar italiano, dejé el curso y comencé a estudiar alemán. Me inscribí en otro instituto muy cercano al anterior. Dejé de ver por unas semanas a mi compañero del otro instituto con quien compartía algunos momentos de ocio antes de nuestras clases. Sin embargo, como habíamos intercambiado números, un día recibí su mensaje. Desde allí, nunca dejamos de hablar. Nuestros diálogos eran infinitos en el messenger de Windows Live. Nos volvimos a ver un par de veces más cuando vino a recogerme de mi curso de alemán, pero luego ello dejó de suceder. Él tenía dieciocho o diecinueve años; yo tenía doce. Admito que mi madurez era como la de algún joven que había acabado el colegio, pues con él conversaba de temas vinculados a la política local y nacional. Él sí estaba inmerso en ese contexto, ya que estudiaba una carrera de humanidades. Durante las pocas veces que nos vimos, nunca le dije nada y él tampoco lo hizo. Ello ocurriría meses después, y fue por llamadas y mensajes de texto.
El año terminó y llegó el verano. Ya era costumbre viajar a Lima a visitar a la hermana de mi madre, mi tía. En Lima ella vivía con su esposo y sus hijas, mis primas. Le pedí a mamá que me comprara un pasaje para la primera semana de febrero, pues era la semana de cumpleaños de una de mis primas. Quería darle una sorpresa. Estaba emocionado por salir un momento de Trujillo. Había sido un año ligeramente pesado, a pesar de que ya estaba en otro colegio. Es verdad que ya no había el bullying con el que conviví durante mis seis años de primaria en el Perpetuo Socorro. Pero igual aún tenía algunos fantasmas que me acompañaban. Mi madre compró ese boleto de viaje y sin siquiera saberlo ella ni yo, había comprado un boleto que nos separaría para siempre. No volvía a vivir más en Trujillo. Luego de dos años en casa de mis tíos mi madre llegó a vivir con nosotros por su cáncer en etapa final. Esa ni siquiera era una convivencia. Era una atmósfera rara a la que no quería mirar. Nunca regresé a mi ciudad natal porque mis tíos encontraron mis mensajes con mi ex compañero de idiomas de Trujillo. Los leyeron y consideraron que necesitaba terapia psicológica. Me prometieron no contarle nada a mamá si me quedaba a terminar el colegio en Lima. No tuve otra opción. Mi adolescencia, antes de empezar, ya estaba rota.
Arte y Cultura
Un cumpleaños, una denuncia y un robo en Pucallpa
Siempre he detestado celebrar mi cumpleaños. Desconozco en qué momento de mi vida me convencí de que cumplir un año más no era motivo de celebración alguna. Pero estoy seguro que ello ocurrió en la primaria. Por ello, desde que acabé el colegio, siempre traté de pasar esos días en cualquier lugar menos en Lima. Naturalmente, al ser de Trujillo, solía viajar para allá. Allá solo tenía a mi familia, no había amigos, pues ellos estaban en Lima, la ciudad que me vio crecer. A Trujillo lo dejé cuando era niño, así que no tenía mayores lazos con nadie más que con mi familia materna.
El 2019, cuando ya estaba terminando octubre, al percatarme que faltaban menos de dos meses para mi cumpleaños, ni bien recibí mi sueldo fui directo a la página de vuelos para destinos en el interior del país. Quería comprar uno para diciembre. Sentía que lo mejor sería pasar mi cumpleaños, esta vez, no en Trujillo, sino en alguna otra ciudad que mi presupuesto me lo permita. Los destinos que se acoplaban al importe que tenía y que al mismo tiempo aún no había visitado fueron dos: Iquitos y Pucallpa. En ese instante, recordé que hace tiempo dos amigos de las mencionadas ciudades me habían ofrecido hospedaje. Antes de escribirles, entré a mi laptop para revisar algunos lugares turísticos, entre otros espacios que podría visitar una vez que llegue. Les mandé después un mensaje a ambos y a los pocos minutos, recibí una llamada de Hans, mi amigo de Pucallpa. Me preguntó cuándo llegaba para que me habilitara un espacio para dormir. Le volví a preguntar si hablaba en serio y sin dejarme terminar mi interrogante agregó que esperaba con mucha expectativa mi llegada.
Llegué el 10 de diciembre alrededor de las ocho de la noche a Pucallpa. Tomé un «motocarro», como los lugareños suelen llamar a las mototaxis en la zona, con dirección al centro de trabajo de Hans. Lo esperé en la recepción de la institución del estado donde trabajaba. A los minutos, apareció, nos estrechamos la mano y nos subimos a otro motocarro para ir a su casa. Hans vivía con su madre, su hermano, su cuñada y sus sobrinos. Eran una familia numerosa y bastante unida. De lunes a viernes, mientras Hans se iba a trabajar, yo me quedaba con su madre a apoyarla en la cocina y conversábamos todo lo que podíamos. La señora, pese a ser adulta mayor, lideraba su hogar de una forma admirable. Nunca dejaba de aconsejar a sus hijos, a pesar que por aquel momento, los dos ya eran mayores de treinta años.
El día que llegué, luego de dejar mi mochila y maleta en casa de Hans, él decidió llevarme cerca del lago. Allí estaban dos de sus amigos esperándonos. Tenían agua y cervezas. Preferí tomar agua al principio y aunque no soy alguien que tome y disfrute la cerveza, terminé aceptándoles la bebida, pues quería estar inmerso en su forma de diversión alrededor de tanta naturaleza. La laguna Yarinacocha estaba a escasos metros de nosotros, por ello, no podía permitirme no disfrutarla como se debía. Me tomé tres botellas grandes de cerveza, compartimos anécdotas y después, Hans me llevó a la plaza principal de la ciudad. Allí ingresamos los dos solos a un bar y compartimos otro momento más, pues hacía más de dos años que no nos veíamos. Hans era un joven muy divertido y con mucho carisma, por ello, siempre me sorprendía verlo a veces triste y apagado.
Durante una de las mañanas en las que la madre de Hans y yo nos quedamos en casa, la señora me confió un secreto de mi amigo: tenía una denuncia policial. Pero ¿de qué trataba la denuncia? Era algo grave. Lo estaban acusando de un delito donde se le sindicaba de haber vulnerado derechos humanos. La señora se quebró. Le di un abrazo y le prometí que ese tema no saldría en ningún momento del comedor donde estábamos los dos. Hans nunca me había comentado nada y tampoco tenía por qué hacerlo. Entendía también que su madre no era la persona idónea que debió haberme transmitido dicha información, sino él mismo. Traté de hablar sobre el tema con Hans a través de anécdotas o ejemplos para que él mismo me contara lo que había sucedido. Siempre fue esquivo.
Las semanas transcurrieron y yo decidí irme unos días a Masisea, pueblo ubicado a tres horas de Pucallpa. Para llegar allí debía cruzar el río Ucayali. Lo hice emocionado y con mucha expectativa. A mí regreso, Hans y yo salimos a bailar. No hubo tiempo para darle la confianza nuevamente de que podía contarme sobre su delicado caso. Tomamos tanto con sus amigos que al día siguiente regresamos a casa sin algunas pertenencias. Por suerte, había dejado mi celular en su casa, así que no me robaron el móvil. A Hans sí le robaron. No recordábamos qué había pasado exactamente. Luego de dormir más de doce horas, despertamos. le pregunté si haríamos alguna denuncia, pero me dijo que lo dejemos ahí. Hans prefería no ir a la comisaría.
Arte y Cultura
En medio de una ruptura
Un año antes de la pandemia por el coronavirus, mi hermana y yo decidimos mudarnos a vivir juntos. Esa decisión ocurrió luego de entender que era mejor pagar una renta mensual entre los dos a hacerlo de forma independiente: significaba ahorro desde el ángulo en que uno lo mire. El departamento en Lince a donde queríamos mudarnos tenía más de dos habitaciones, así que resultaba natural pensar que si no queríamos pagar el total del inmueble, debíamos alquilar una de las habitaciones y así sucedió. Lo mejor de todo era que el departamento de ciento veinte metros cuadrados tenía dos ingresos, es decir, había dos puertas que nos conducían a su interior. Y ambas puertas eran independientes. La persona que vendría a vivir con nosotros tendría su ingreso aparte y un baño para ella misma. En ese sentido, nuestra privacidad no se vería afectada (aunque la privacidad no es un tema sobre el que me haya preocupado mucho la verdad).
Noemí, amiga de la universidad de mi hermana, vino a vivir con nosotros. Ella estuvo cerca de dos años en el departamento. Siempre fue una joven educada y nunca tuvimos algún problema con ella. Su único invitado a la casa durante todo ese periodo fue Dorian, su novio. Dorian, que pertenecía a la misma casa de estudios de Noemí, era un joven ciclista que se dedicaba a la realización de ilustraciones y murales. Los dos parecían una pareja si bien no perfecta, sí parecían tener mucha proyección. No tengo la fecha exacta, pero en algún momento las cosas dejaron de fluir entre los dos. Mi hermana y yo nunca nos percatamos de ello. Dorian dejó de estacionar su bicicleta en el ingreso del departamento como solía hacerlo cada fin de semana. Dorian ya no nos visitaría más. Noemí, aunque era reacia para referirse al tema, admitió que estaba nuevamente soltera.
Noemí, quien por ese entonces mantenía un trabajo casi estable, continuó enfocada en su vida laboral y su mascota felina. Unos meses atrás, ella junto a Dorian habían decidido adoptar a un gato recién nacido. Le celebraron su primer mes en la casa y todo iba bien hasta que un día ambos nos cuentan que le habían detectado una enfermedad sin cura al bebé felino. Dorian y Noemí se desgastaron no solo emocionalmente, sino también económicamente. Ambos terminaron su relación de casi tres años luego del fallecimiento del gato recién adoptado. Pienso que fue un golpe duro que influyó en el término de su relación. Dorian nunca nos comentó nada y solamente desapareció. Noemí, quien ya tenía una gata adulta con ella en la casa, siguió dedicándole a ella todo su tiempo libre.
No transcurrieron muchos meses para que Noemí nos comentara que había decidido mudarse. Le era insostenible continuar rentando una habitación, pues su trabajo había cambiado de sede. En ese momento le convenía dirigirse a su centro de labores directamente desde casa de su padre. Él vivía en Surco y claramente allí no tenía que pagar cada mes por la vivienda. Fue una despedida rápida, porque sabíamos que Noemí siempre nos visitaría. La amistad que habíamos construido juntos fue de las mejores cosas que sucedieron ese par de años. Con Dorian las cosas fueron diferentes porque nunca tuvimos la oportunidad de interactuar. La única vez que solicité su apoyo fue para abrir la puerta de mi habitación. Dejé las llaves adentro y le había puesto seguro al momento de salir. Al regresar a casa, empecé a frustrarme al evidenciar lo que había ocurrido. Fui a la habitación de Noemí y vi a Dorian con ella. Les pedí ayuda y al verme estresado vinieron inmediatamente conmigo. Dorian le realizó un forcejeo a la puerta y la abrió. No sé si fue alguna técnica que usó, pues claramente no fue su fuerza. Dorian era un joven de estatura más baja que yo y bastante delgado. Le agradecí y desde aquella vez, no cruzamos nunca más una palabra en el departamento.
A Dorian lo volví a ver un año después. Mientras administraba una cafetería de especialidad en Magdalena, tuve la idea de moralizar el local. Había revisado el trabajo de diferentes muralistas locales y el de Dorian me interesó por la gama de colores que usaba y por su permanente inclusión de personas en sus dibujos. Lo invité a tomar un café, me hizo un presupuesto y conversamos de la vida. Nunca busqué profundizar en conocer las razones que lo motivaron a distanciarse de Noemí, pero admito que tuve ganas de preguntarle sobre ello. No era el momento. Nos dimos la mano y quedamos en una próxima reunión. Al final el mencionado mural nunca se realizó, sino otro con otra artista que era especialista en retratos minimalistas y de vegetación.
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