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Arte y Cultura

Un cumpleaños, una denuncia y un robo en Pucallpa

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Siempre he detestado celebrar mi cumpleaños. Desconozco en qué momento de mi vida me convencí de que cumplir un año más no era motivo de celebración alguna. Pero estoy seguro que ello ocurrió en la primaria. Por ello, desde que acabé el colegio, siempre traté de pasar esos días en cualquier lugar menos en Lima. Naturalmente, al ser de Trujillo, solía viajar para allá. Allá solo tenía a mi familia, no había amigos, pues ellos estaban en Lima, la ciudad que me vio crecer. A Trujillo lo dejé cuando era niño, así que no tenía mayores lazos con nadie más que con mi familia materna.

El 2019, cuando ya estaba terminando octubre, al percatarme que faltaban menos de dos meses para mi cumpleaños, ni bien recibí mi sueldo fui directo a la página de vuelos para destinos en el interior del país. Quería comprar uno para diciembre. Sentía que lo mejor sería pasar mi cumpleaños, esta vez, no en Trujillo, sino en alguna otra ciudad que mi presupuesto me lo permita. Los destinos que se acoplaban al importe que tenía y que al mismo tiempo aún no había visitado fueron dos: Iquitos y Pucallpa. En ese instante, recordé que hace tiempo dos amigos de las mencionadas ciudades me habían ofrecido hospedaje. Antes de escribirles, entré a mi laptop para revisar algunos lugares turísticos, entre otros espacios que podría visitar una vez que llegue. Les mandé después un mensaje a ambos y a los pocos minutos, recibí una llamada de Hans, mi amigo de Pucallpa. Me preguntó cuándo llegaba para que me habilitara un espacio para dormir. Le volví a preguntar si hablaba en serio y sin dejarme terminar mi interrogante agregó que esperaba con mucha expectativa mi llegada.

Llegué el 10 de diciembre alrededor de las ocho de la noche a Pucallpa. Tomé un «motocarro», como los lugareños suelen llamar a las mototaxis en la zona, con dirección al centro de trabajo de Hans. Lo esperé en la recepción de la institución del estado donde trabajaba. A los minutos, apareció, nos estrechamos la mano y nos subimos a otro motocarro para ir a su casa. Hans vivía con su madre, su hermano, su cuñada y sus sobrinos. Eran una familia numerosa y bastante unida. De lunes a viernes, mientras Hans se iba a trabajar, yo me quedaba con su madre a apoyarla en la cocina y conversábamos todo lo que podíamos. La señora, pese a ser adulta mayor, lideraba su hogar de una forma admirable. Nunca dejaba de aconsejar a sus hijos, a pesar que por aquel momento, los dos ya eran mayores de treinta años.

El día que llegué, luego de dejar mi mochila y maleta en casa de Hans, él decidió llevarme cerca del lago. Allí estaban dos de sus amigos esperándonos. Tenían agua y cervezas. Preferí tomar agua al principio y aunque no soy alguien que tome y disfrute la cerveza, terminé aceptándoles la bebida, pues quería estar inmerso en su forma de diversión alrededor de tanta naturaleza. La laguna Yarinacocha estaba a escasos metros de nosotros, por ello, no podía permitirme no disfrutarla como se debía. Me tomé tres botellas grandes de cerveza, compartimos anécdotas y después, Hans me llevó a la plaza principal de la ciudad. Allí ingresamos los dos solos a un bar y compartimos otro momento más, pues hacía más de dos años que no nos veíamos. Hans era un joven muy divertido y con mucho carisma, por ello, siempre me sorprendía verlo a veces triste y apagado.

Durante una de las mañanas en las que la madre de Hans y yo nos quedamos en casa, la señora me confió un secreto de mi amigo: tenía una denuncia policial. Pero ¿de qué trataba la denuncia? Era algo grave. Lo estaban acusando de un delito donde se le sindicaba de haber vulnerado derechos humanos. La señora se quebró. Le di un abrazo y le prometí que ese tema no saldría en ningún momento del comedor donde estábamos los dos. Hans nunca me había comentado nada y tampoco tenía por qué hacerlo. Entendía también que su madre no era la persona idónea que debió haberme transmitido dicha información, sino él mismo. Traté de hablar sobre el tema con Hans a través de anécdotas o ejemplos para que él mismo me contara lo que había sucedido. Siempre fue esquivo.

Las semanas transcurrieron y yo decidí irme unos días a Masisea, pueblo ubicado a tres horas de Pucallpa. Para llegar allí debía cruzar el río Ucayali. Lo hice emocionado y con mucha expectativa. A mí regreso, Hans y yo salimos a bailar. No hubo tiempo para darle la confianza nuevamente de que podía contarme sobre su delicado caso. Tomamos tanto con sus amigos que al día siguiente regresamos a casa sin algunas pertenencias. Por suerte, había dejado mi celular en su casa, así que no me robaron el móvil. A Hans sí le robaron. No recordábamos qué había pasado exactamente. Luego de dormir más de doce horas, despertamos. le pregunté si haríamos alguna denuncia, pero me dijo que lo dejemos ahí. Hans prefería no ir a la comisaría.

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En medio de una ruptura

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Un año antes de la pandemia por el coronavirus, mi hermana y yo decidimos mudarnos a vivir juntos. Esa decisión ocurrió luego de entender que era mejor pagar una renta mensual entre los dos a hacerlo de forma independiente: significaba ahorro desde el ángulo en que uno lo mire. El departamento en Lince a donde queríamos mudarnos tenía más de dos habitaciones, así que resultaba natural pensar que si no queríamos pagar el total del inmueble, debíamos alquilar una de las habitaciones y así sucedió. Lo mejor de todo era que el departamento de ciento veinte metros cuadrados tenía dos ingresos, es decir, había dos puertas que nos conducían a su interior. Y ambas puertas eran independientes. La persona que vendría a vivir con nosotros tendría su ingreso aparte y un baño para ella misma. En ese sentido, nuestra privacidad no se vería afectada (aunque la privacidad no es un tema sobre el que me haya preocupado mucho la verdad).

Noemí, amiga de la universidad de mi hermana, vino a vivir con nosotros. Ella estuvo cerca de dos años en el departamento. Siempre fue una joven educada y nunca tuvimos algún problema con ella. Su único invitado a la casa durante todo ese periodo fue Dorian, su novio. Dorian, que pertenecía a la misma casa de estudios de Noemí, era un joven ciclista que se dedicaba a la realización de ilustraciones y murales. Los dos parecían una pareja si bien no perfecta, sí parecían tener mucha proyección. No tengo la fecha exacta, pero en algún momento las cosas dejaron de fluir entre los dos. Mi hermana y yo nunca nos percatamos de ello. Dorian dejó de estacionar su bicicleta en el ingreso del departamento como solía hacerlo cada fin de semana. Dorian ya no nos visitaría más. Noemí, aunque era reacia para referirse al tema, admitió que estaba nuevamente soltera.

Noemí, quien por ese entonces mantenía un trabajo casi estable, continuó enfocada en su vida laboral y su mascota felina. Unos meses atrás, ella junto a Dorian habían decidido adoptar a un gato recién nacido. Le celebraron su primer mes en la casa y todo iba bien hasta que un día ambos nos cuentan que le habían detectado una enfermedad sin cura al bebé felino. Dorian y Noemí se desgastaron no solo emocionalmente, sino también económicamente. Ambos terminaron su relación de casi tres años luego del fallecimiento del gato recién adoptado. Pienso que fue un golpe duro que influyó en el término de su relación. Dorian nunca nos comentó nada y solamente desapareció. Noemí, quien ya tenía una gata adulta con ella en la casa, siguió dedicándole a ella todo su tiempo libre.

No transcurrieron muchos meses para que Noemí nos comentara que había decidido mudarse. Le era insostenible continuar rentando una habitación, pues su trabajo había cambiado de sede. En ese momento le convenía dirigirse a su centro de labores directamente desde casa de su padre. Él vivía en Surco y claramente allí no tenía que pagar cada mes por la vivienda. Fue una despedida rápida, porque sabíamos que Noemí siempre nos visitaría. La amistad que habíamos construido juntos fue de las mejores cosas que sucedieron ese par de años. Con Dorian las cosas fueron diferentes porque nunca tuvimos la oportunidad de interactuar. La única vez que solicité su apoyo fue para abrir la puerta de mi habitación. Dejé las llaves adentro y le había puesto seguro al momento de salir. Al regresar a casa, empecé a frustrarme al evidenciar lo que había ocurrido. Fui a la habitación de Noemí y vi a Dorian con ella. Les pedí ayuda y al verme estresado vinieron inmediatamente conmigo. Dorian le realizó un forcejeo a la puerta y la abrió. No sé si fue alguna técnica que usó, pues claramente no fue su fuerza. Dorian era un joven de estatura más baja que yo y bastante delgado. Le agradecí y desde aquella vez, no cruzamos nunca más una palabra en el departamento.

A Dorian lo volví a ver un año después. Mientras administraba una cafetería de especialidad en Magdalena, tuve la idea de moralizar el local. Había revisado el trabajo de diferentes muralistas locales y el de Dorian me interesó por la gama de colores que usaba y por su permanente inclusión de personas en sus dibujos. Lo invité a tomar un café, me hizo un presupuesto y conversamos de la vida. Nunca busqué profundizar en conocer las razones que lo motivaron a distanciarse de Noemí, pero admito que tuve ganas de preguntarle sobre ello. No era el momento. Nos dimos la mano y quedamos en una próxima reunión. Al final el mencionado mural nunca se realizó, sino otro con otra artista que era especialista en retratos minimalistas y de vegetación.

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Chavín de Huántar

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El exitoso operativo Chavín de Huántar que permitió el rescate de más de setenta rehenes en la embajada de Japón realizado en 1997 se convirtió en un largometraje estrenado hace un par de semanas. La película está bien hecha por dos razones: actuaciones destacables y no pretende politizar en ningún momento el buen trabajo de los comandos peruanos.

Fui al Cineplanet con sede en el centro comercial Risso. Éramos apenas diez personas en la sala. De todo el público, nadie había ido solo. Eran un par de parejas, una familia, y mi amigo que me invitó a ver la película. Decidimos no comprar ningún alimento en el cine para evitar distraernos con ello y enfocarnos plenamente en el material audiovisual.

Desde el inicio, los protagonistas son los comandos, los terroristas y los rehenes, nadie más. A los terroristas del MRTA se les describe como lo que fueron: violentos, sin capacidad de diálogo, tercos y autoritarios. A los comandos se les da otra imagen: humanos. Esto último es algo que me agradó bastante del largometraje, ya que es importante resaltar que los militares fueron ciudadanos que nunca quisieron exponer sus vidas, sino lo hicieron solo por salvar otras, en este caso, de los rehenes.

Ni bien culminó la película y me dispuse a retirarme, vi a cerca de cuatro personas secándose las lágrimas. Sin duda, esta película las había conmovido. De hecho, mi amigo estaba bastante sentimental luego de esa noche. Lo entendía. No hacía falta haber sido víctima o haber vivido una experiencia igual o similar para empatizar con los demás peruanos que tuvieron que experimentar aquella época oscura en nuestro país.

Esta película tal vez sea retirada en algunos días o dos semanas máximo. Sin embargo, considero que es urgente verla y analizarla para entender otra etapa de nuestra historia, aunque difícil, pero necesaria de conocer.

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